Los colonos del Reino de Jerusalén, entre la tolerancia y el fanatismo


Juan Carlos Losada
16/06/2024 07:00

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Miniatura que representa a los cruzados en San Juan de Acre en el siglo XIII DeAgostini / Getty Images

En 1099, conquistada Jerusalén en la primera cruzada, se instauró el llamado Reino de Jerusalén, que ocuparía parte de lo que hoy son territorios de Israel, Palestina, Líbano y Jordania. El enclave cristiano, rodeado de dominios musulmanes, iba a subsistir en unas condiciones de constante amenaza, cuando no de directo hostigamiento.

En un principio, la sociedad que se intentó implantar en Jerusalén era una copia casi exacta de la europea, pero la realidad se impuso de inmediato. Ni la economía, ni el clima, ni la cultura ni las relaciones políticas eran las mismas, y en pocos años el reino se transformó a todos los niveles. Los cronistas cruzados reconocían que habían llegado como occidentales y se habían vuelto orientales. Los nobles, los propios reyes y las damas aprendieron que las prendas de lana basta no eran cómodas, y enseguida recurrieron al algodón y las sedas.

Los palacios y castillos no debían afrontar los rigores del invierno europeo. Las aguas, aunque más escasas, eran más cálidas, y los recién llegados hicieron suya la tradición de los baños. Así, además de las vestimentas, cambiaron la arquitectura, los hábitos alimenticios e higiénicos y, por supuesto, los culturales. Los caballeros aprendieron que sobre las armaduras debían llevar túnicas de algodón para no terminar abrasados por el calor.

Aparecieron también los jardines, fuentes y estanques, alcantarillados y otros refinamientos que en Europa solo se encontraban en Córdoba, Granada o Sevilla. La etiqueta de la corte fue adoptando los usos bizantinos, y los nobles y los comerciantes aprendieron el árabe y el griego, mucho más útiles en sus relaciones que sus lenguas nativas.

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Monedas cruzadas del Reino de Jerusalén. (Terceros)

Su matrimonio con armenias, griegas, georgianas, sirias en incluso musulmanas conversas les abrió a un cosmopolitismo inconcebible en la Europa feudal. La arquitectura de iglesias y palacios también fue reflejo de este proceso de fusión. Un ilustrativo ejemplo de este eclecticismo lo encontramos en Balduino II, que ya vestía como los musulmanes, lo que despertaba entre ellos curiosidad y simpatía.

Así pues, los cruzados que se asentaron en Tierra Santa y sus descendientes fueron adoptando una identidad política y cultural cada vez más alejada de la europea. Aunque unidos en la fe, se sentían distintos. Parte de esa idiosincrasia la constituía el desarrollo de una cierta tolerancia hacia lo oriental.

Los sabios musulmanes y judíos tenían un lugar en la corte sin necesidad de renunciar a sus creencias, y Jerusalén, aunque bajo indudable soberanía cristiana, se fue convirtiendo en una realidad multicultural. Obviamente, el reino se llenó de tabernas, prostíbulos, casas de cambio y juegos y demás dependencias asociadas a las peregrinaciones de masas, y proliferaron los robos y el contrabando.

Purismo vs. apertura

En todo caso, el diverso sustrato social y cultural sirvió de campo de batalla entre las distintas facciones cruzadas. Para los rancios europeos, los viejos cruzados se habían orientalizado en exceso, lo que rozaba la traición. Las órdenes militares, recluidas en sus casas cuarteles, y los clérigos temían que la deriva de las costumbres condujese a una actitud menos combativa en defensa del cristianismo.

La relajación de la moral pública parecía apoyar los argumentos de los más beligerantes. No es que en Europa los altos prelados o las damas de la corte diesen siempre ejemplo. Pero en el ambiente concentrado de Tierra Santa los vicios de clérigos y nobles eran más difíciles de disimular, lo que daba pie a las acusaciones de corrupción desde el Viejo Continente o Roma.

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Vista de la tumba de Jesucristo en la Iglesia del Santo Sepulcro, en la Ciudad Vieja de Jerusalén. (EFE)

Todo esto se sumó a las graves tensiones políticas que iban desgastando al reino. La expresión pública de un desacuerdo político o militar se vehiculaba a menudo a través de presuntas conductas libertinas del rival.

El fanatismo religioso era la otra cara de la moneda. Se daba de modo simultáneo al ambiente relajado que prevalecía en otros ámbitos del reino. Generalmente lo exhibían los nuevos cruzados, las órdenes militares o los prelados más vinculados a Roma. Pero en ocasiones también los viejos cruzados debían esgrimirlo por motivos políticos y militares.

En un entorno de constantes guerras, en el que los choques fronterizos y las expediciones de castigo y conquista se daban en ambos sentidos con altísima frecuencia, la religión se convertía en factor de cohesión. Cada vez que Jerusalén se hallaba en peligro o que iba a entablarse una batalla decisiva, se recurría a celebraciones religiosas con el ánimo de desatar el fervor popular y suministrar una motivación extra en el combate.

El precio a pagar por estos periódicos repuntes de fanatismo eran matanzas de musulmanes, judíos, cristianos ortodoxos, presuntos pecadores o cualquier chivo expiatorio que sirviese para encauzar la violencia. De hecho, las propias expediciones punitivas al otro lado del Jordán o hacia Egipto solían ser una manera de dirimir las tensiones políticas o sociales que anidaban en una sociedad tan compleja como la del Reino de Jerusalén.

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 533 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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Tomado de: La Vanguardia. Historia y Vida

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