Las catedrales del Gótico: el reino de la luz


Carles Padró Sancho
26/06/2024 07:00
Las grandes catedrales góticas se elevaron al cielo a lo largo y ancho de Europa para transmitir la gloria divina mediante el culto a la luz, el color y la grandiosidad

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Fachada de la catedral gótica de Chartres, en Francia. (iStock)

A mediados del siglo XI, profundos cambios sociales y un crecimiento económico sostenido despiertan el op­timismo de la población europea. En el ámbito religioso, la figura de Dios emana de la penumbra en la que había permanecido durante siglos y abandona el perfil tenebroso que tanto temor había sembrado entre sus fieles. El fervor se mantuvo intacto, pero una nueva imagen más cercana y bondadosa del Creador se iba imponiendo. Todo estaba preparado para la aparición de nuevos lugares de culto que sustituyeran las y oscuras iglesias del Románico por nuevas construcciones llenas de hermosura y grandiosidad.

El nacimiento del arte gótico y de las grandes catedrales va unido al renacimiento de las ciudades. La catedral era la iglesia del obispo, por lo tanto, la iglesia de la ciudad. Con el desarrollo de la burguesía y el traslado de gran parte de los señores feudales a las ciudades, estas comienzan a acumular riqueza y van extendiendo sus límites. Pero casi toda la vitalidad que reciben proviene de los campos vecinos. Sería en gran parte gracias a la prosperidad de las campiñas y al esfuerzo de innumerables campesinos que el resurgir de las ciudades como centros culturales y de poder pudo hacerse realidad.

Una idea francesa

A principios del siglo XII, en ninguna parte era tan dinámica la prosperidad rural como en las planicies que rodeaban París. Fue allí donde el 11 de junio de 1144 nació el que sería reconocido por sus contemporáneos como “el arte de Francia”. Ese día se celebraba la consagración de la flamante basílica de Saint-Denis, santuario que albergaba los restos de las tres últimas estirpes que dirigieron el reino de los francos.

Desde años atrás el monasterio presumía ya de ser la verdadera iglesia de los reyes. Pero Suger, abad de Saint-Denis y amigo de infancia de Luis XI decidió aprovechar los generosos beneficios reales de los que disfrutaba y ordenó convertir el monasterio en una gran iglesia que irradiara los esplendores de la gloria de Dios. Con ello, Suger creaba una nueva corriente artística que le permitía plasmar su novedosa teología de la luz. Una corriente artística que aparece como un arte real, y es que sus temas centrales venían a celebrar una soberanía: la de Cristo y la Virgen.

En la naciente Europa de las catedrales el poderío de los monarcas se afianza. Liberados de la asfixiante presión feudal, gobiernan rodeados de obispos, y algunos, como Luis XI, llegan incluso a considerarse a sí mismos sacerdotes. La influencia de ese reducido círculo de prelados cercanos al trono sería decisiva para que los monarcas destinaran sus principales inversiones a Dios y las obras de liturgia. El abad Suger y otros como él acabarían siendo los auténticos autores de un arte urbano que celebraba a un Dios encarnado y que pretendía representar la unión pacífica del Creador con sus criaturas.

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La basílica de Saint Denis en la actualidad. Grand Escogriffe / CC BY-SA 4.0

Tras la reconstrucción de la abadía de Saint-Denis, su arquitectura sobria pero luminosa se convirtió rápidamente en un modelo a seguir, en gran parte gracias a la intensa labor de difusión que llevaron a cabo los monjes de la orden del Císter. Admirados por lo que habían visto, ciudades y obispados de toda Francia se pusieron manos a la obra y comenzaron a diseñar sus propias catedrales. Senlis y Sens serían las primeras. Más tarde vendrían Notre Dame de París y la catedral de Beauvais, cuya nave mayor se alzó hasta los 48 metros de altura. El nuevo estilo pronto cruzaría la frontera y se impondría también en países como Alemania, Inglaterra y los reinos hispánicos.

Quién paga y quién hace

Los principales responsables de la construcción de las catedrales y de las cantidades de dinero que se requería eran los obispos. Las donaciones de peregrinos y laicos que buscaban la salvación eterna o la cura de enfermedades fueron también una notoria fuente de financiación, pero la mayor parte de los fondos la aportaba el obispado. El dispendio era tal que, a pesar de las facilidades económicas con que contaban, se convirtió en habitual el estancamiento temporal de las obras debido a dificultades en la financiación.

Los obispos, junto con los sacerdotes de la catedral (el llamado capítulo catedralicio), eran también los encargados de elegir al maestro que debía trazar los planos y dirigir la obra. Aprobado el proyecto, el maestro de obras era contratado por un año o para toda la vida, dependiendo de la decisión de los promotores.

Lo habitual es que no se conocieran sus nombres. Se consideraba más relevante el de quien patrocinaba la obra que el de quien la ejecutaba. Pero los maestros de obras gozaban de gran consideración y solían obtener elevados ingresos. Sus obligaciones eran muchas, desde encargarse de que llegaran a tiempo y en buen estado los suministros de materia prima hasta controlar a la mano de obra para que realizara el mejor trabajo posible, en el menor tiempo y al precio más conveniente. La reputación de algunos de ellos llevó a obispos de diferentes ciudades a disputarse sus servicios, lo que permitió a los maestros viajar con frecuencia y difundir su estilo personal por todo el continente.

Ya a finales del siglo XII, pero sobre todo a partir del siglo XIII, la fiebre constructora contribuía a extender como la pólvora toda noticia de que iba a edificarse una catedral. Si el maestro de obras encargado del proyecto era, además, reconocido, la llegada de hombres a la ciudad en busca de trabajo era masiva. Pero el maestro no podía emplear a todos ellos y, normalmente, trataba de contratar a los que ya habían colaborado con él, puesto que conocía su rendimiento y fiabilidad. Después, una pequeña urbe crecía alrededor del lugar elegido para levantar el templo. Los obreros contratados sabían que, si todo iba bien, iban a estar trabajando en esa obra durante varios años o incluso durante toda su vida, por lo que llevaban consigo a sus familias.

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Exterior de la catedral de Beauvais. Gennadii Saus Segura / CC BT-SA 4.0

En el París de mediados del siglo XIII llegaron a registrarse no menos de cien oficios. Cada uno constituía un gremio que respetaba las reglas que concernían al aprendizaje, la duración y la realización del trabajo. Esta organización ayudaba al maestro de obras, pues significaba que cada grupo de trabajadores mantenía su propia disciplina. Pero era cosa del maestro conseguir que los gremios trabajaran como un solo equipo. Una vez aleccionados, jornaleros y aprendices quedaban vinculados a sus maestros de obra mediante contratos escritos denominados indentaduras. Tras jurar ante su patrón que trabajarían duro y seguirían las normas, solo quedaba empezar a ganarse el pan.

¿Cosa de godos?

El adjetivo “gótico” fue concebido de manera despectiva por el pintor manierista Giorgio Vasari, que en el siglo XVI lo consideró un arte propio de godos. Sin embargo, el sólido refinamiento y las soluciones arquitectónicas que aportó esta corriente artística medieval impiden catalogarlo como bárbaro o poco evolucionado.

Al concebir la reforma del monasterio de Saint-Denis, el abad Suger quiso proyectar en él la idea de que la luz está íntimamente relacionada con la divinidad. Si la luz tenía un significado espiritual, la casa de Dios debía ser en consecuencia el templo de la luz. Por otro lado, Suger pensaba que las catedrales tenían que ser consideradas, más que nunca, las casas de Dios en la tierra, de modo que debían ser grandes, simétricas y pro­porcionadas, como la misma ciudad de Dios. Pero ¿cómo podía levantarse un templo de grandes proporciones donde la luz y el color fueran protagonistas?

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Interior de la basílica de Saint-Denis, Francia. (Terceros)

El estilo gótico aportó tres elementos que revolucionaron la construcción y permitieron representar el trasfondo filosófico que esconde: la bóveda de crucería, el arbotante y el arco ojival, o apuntado. Con estas soluciones arquitectónicas, los maestros del Gótico consiguieron aligerar y descargar los ma­cizos muros de piedra de las iglesias románicas y abrir casi por completo las paredes para paliar su déficit de iluminación interna.

La combinación de bóvedas de crucería y arcos apuntados sustituyó las antiguas bóvedas cilíndricas y permitió ganar altura. Gracias a ello, pudo generarse una sensación de movimiento ascendente, un efecto de ingravidez vertical que venía a simbolizar la energía del Creador. El arbotante, un pilar de piedra arqueado que se construía extramuros, posibilitaba el des­plazamiento del peso de los techos abovedados hacia abajo y hacia el exterior, hecho que permitió prescindir de los pesados muros que daban soporte a las enormes bóvedas románicas.

Además de la luz, en las catedrales góticas reinó también el color, que se tras­lucía por las espléndidas y trabajadas vidrieras con las que se cubrieron los ventanales. Por fin se podía domar el color y jugar con él según el momento del día. Tan solo con una vidriera que tiñera los rayos del sol se podía cambiar la tonalidad de la luz por la que se le antojara al obispo o al maestro de obras. El color no solo se concentraba en las vidrieras, sino en algunas portadas y esculturas, que aparecían íntegramente policromadas.

La luz y el color constituían un verdadero lenguaje propio. Los neoplatónicos, con el abad Suger a la cabeza, proclamaban que el color era una fracción de la luz y que, consecuentemente, eran elementos divinos, ya que Dios era la luz. Dar más protagonismo al color a través de las vidrieras era ampliar el espacio de Dios y potenciar su presencia en la catedral, su propia casa.

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Vidrieras góticas de la Sainte-Chapelle, en París. (Terceros)

Al mismo tiempo, tras los elementos de la catedral se extendía un complejo esquema iconográfico, un auténtico mi­crocosmos reflejo de la obra de Dios en el universo. Escenas y figuras de cristos, vírgenes, apóstoles, profetas, ángeles o santos decoraban capiteles, tímpanos y arquivoltas, donde tampoco faltaban figuras de monstruos y animales como representación de vicios y virtudes.

Punto de encuentro

Las catedrales góticas se levantaron gracias a la fe y al trabajo colectivo de una comunidad. De un modo u otro, todas las clases contribuyeron en su construcción, e incluso a veces participaba en ella más de una generación. Aunque era la casa de Dios, del obispo y de sus servidores los canónigos, la catedral nació también con la intención de ser la casa de todos.

En el interior de sus muros no solo se dieron cita numerosas e importantes celebraciones de Estado, como bodas, coronaciones, bautizos o funerales reales. Las campanas de sus torres convocaban a los burgueses, celebraban efemérides populares y prevenían a los ciudadanos de cualquier peligro. Sus naves laterales sirvieron de lugar de reunión y aula de clase para los estudiantes, y los peregrinos comían y dormían en ellas, mientras se hablaba animadamente de los asuntos que concernían a la ciudad.

Tal fue el entusiasmo que despertaron que se desencadenó una abierta rivalidad entre ciudades para ver cuál construía la catedral más majestuosa o la torre más alta de la cristiandad. Aunque tanta competencia puso a veces en peligro la seguridad de los edificios (se llegaron a diseñar templos que sobrepasaban todo límite racional para la época), facilitó la proliferación de hermosos templos por todo el continente. Especialmente en Francia, con ejemplos como las soberbias basílicas de Reims, Chartres y Amiens, o la Sainte-Chapelle de París.

Las catedrales se convirtieron en el símbolo de una nueva y esperanzadora era, en el orgullo y el emblema de las florecientes ciudades europeas y de sus cada vez más poderosas oligarquías. Aquellos templos, con sus altísimas torres y sus espléndidas bóvedas, son el testimonio de una era medieval en la que lo espiritual aún dirigía los designios de la mayor parte de la población.

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 482 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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Tomado de: La Vanguardia. Historia y Vida

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