Durante casi tres siglos saquearon y mataron allí por donde pasaron sus naves. También llevaron el comercio a Oriente y descubrieron costas desconocidas. Fue Harald Diente Azul, uno de sus caudillos, quien cambió el rumbo de la historia de los vikingos con un solo gesto: su propio bautismo.
Por Siebo Heinken
febrero de 2015
Los vikingos creían que, tras su muerte, un barco los conduciría a la vida del Más Allá. En Lindholm Høje, Dinamarca, hay una vasta necrópolis salpicada de piedras alineadas de tal modo que representan cascos de barcos – Foto: Heiner Müller-Elsner
En torno al año 960 de nuestra era, en algún lugar de lo que hoy es Dinamarca, un guerrero vikingo llamado Harald Blåtand (Harald Diente Azul) recibió en su corte a un eclesiástico procedente del sur, enviado por el pueblo germánico para cristianizar a las gentes del norte pagano. Aquel fue un encuentro de consecuencias trascendentales. En el banquete celebrado con tal motivo, el rey y el monje Poppo discutieron sobre quién tenía más poder, si el dios de los cristianos o los dioses de los vikingos. Poppo, llegado probablemente de Wurzburgo, viajaba por aquellas tierras para anunciar la palabra de Cristo. Pero al escéptico caudillo no le bastaba el mensaje de la Biblia. «¡Dame una prueba!», exigió. El monje asió entonces un hierro al rojo vivo, un sistema muy extendido en la Edad Media para determinar la verdad ante un tribunal de justicia. Y cuentan las crónicas que, cuando Poppo retiró la mano del metal candente, no había sufrido daño alguno. ¡Una señal de Dios! No hizo falta nada más para convertir a Harald.